En los ochenta, David Copperfield nos parecía a todos un mago que jugaba constantemente con lo imposible. Copperfield es el padre de la magia-espectáculo televisiva, el mismo que hizo desaparecer la Estatua de la Libertad o que atravesó la Gran Muralla China ante atónitos telespectadores de todo el mundo. La magia de gran formato llegaba, por primera vez, a todos los rincones del planeta, y se presentaba con la forma de un gran espectáculo de Las Vegas y rodeado de una tecnología bastante avanzada para la época. Ahora, el Mago Pop juega con los recuerdos de su infancia y recupera el esplendor de aquellos montajes gracias a una producción de alto nivel. Y lo hace recreando algunos de los famosos números de Copperfield (la aparición inicial o el número de la levitación) y utilizando un leit-motiv muy potente, el de los sueños del niño que fue. La idea principal del show es que nada es imposible, y una vez cae el telón podríamos decir que el objetivo es más que viable.
Una de las claves de este éxito -el teatro se llena cada día, y parece que lo seguirá haciendo hasta febrero- es el ritmo constante del espectáculo. A parte de tener un buen hilo conductor a través de varios videos, no hay descanso ni tregua para el espectador. Ya sea con números individuales, de grande o pequeño formato (hay varios juegos con cartas), con la participación del público o con la ayuda de la tecnología, la atención no decae ni un segundo. Todo está mesurado y compensado, como si a base de prueba y error se hubiera conseguido finalmente la excelencia. Solo podría reprochar que en algunos momentos el guión se fuerza un poco o que en otros el Mago Pop se ve encorsetado por cuestiones puramente teatrales. Pero son detalles muy pequeños ante un espectáculo que vuela muy alto y que en verano del 2020 aterrizará en Broadway. Sin ningún tipo de duda, estamos ante uno de los magos más importantes e influyentes del momento, y Nada es imposible está a la altura de su prestigio.