Tras la primera experiencia con El Bosque, donde Juan Navarro y Pablo Gisbert intentaron reorganizar la naturaleza en forma de laberinto vegetal, donde el tiempo de la construcción era el lugar del debate en sí mismo, ahora necesitan habitar el interior de lo construido.
Los jóvenes constructores se hacen cómplices de este espacio, se convierten en personas ocultas que hablan desde dentro como si el mundo no existiera. Habitan este refugio inventado con sus voces que no pretenden ser elocuentes ni transgresoras, sino más bien llenar el vacío que nos une en este nuevo orden vegetal.
No hay ganas de hacer la revolución; se preguntan ¿hay algo en lo que creer? Y mientras comparten su intimidad, el futuro deja de ser incierto.