Un verano caluroso y una conversación entre amigos. Con la relajación de quien no tiene prisa, con la tranquilidad de quien está con personas a las que conoce bien. Mientras hablan de todo y de nada, juguetean distraídamente. Y la velada fluye poco a poco entre sonrisas, miradas y complicidad con el público, siendo este partícipe desde el primer momento. A medida que las palabras continúan, los personajes desnudan sus sentimientos. Y sin saber cómo llega un momento en el que ya no tienen que fingir, en el que sus caras se permiten enseñar la tristeza que cubre sus almas. Sin culpas ni reproches. Solo con aceptación y desdicha. Y, por supuesto, como dicta y refleja Chéjov, sin mover nada para cambiar su suerte.
Àlex Rigola deja las pantallas, los micrófonos y los golpes de efecto para ir a la esencia del clásico ruso. El director sigue difuminando los límites a través de la investigación formal que inició en sus últimos dos montajes. Por un lado, funde a actores y personajes haciendo que compartan nombre, como ya hizo con Ivànov. Por el otro, sitúa la función en una gran caja de madera, algo que ya probó con Who is me. Pasolini y que reduce las distancias entre intérpretes y público.
En consecuencia con la búsqueda de…
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