Cuando saltó a los medios que Ángel Pavlovsky (quien llevaba completamente desaparecido los últimos cinco años) volvía a hacer cinco funciones en La Gleva, sólo para registrarlas para un documental, corrí para conseguir estar allí. Afortunadamente lo conseguí, y es que la lista de espera que se generó superaba, en tan sólo un día, las 1.000 personas.
Antes de empezar la función me invadió una sensación amarga de alegría y tristeza. Alegría profunda para poder ver de nuevo un personaje que es historia viva de nuestro teatro reciente. El mismo genio carismático, poliédrico, brillante e irreverente que me fascinaba cuando el veía de pequeño en el programa del Ángel Casas, y el mismo que me fascinó de adolescente en el teatro e hizo que me apasiona por las artes escénicas.
La tristeza chocaba con esta excitación al ser consciente de que sus opiniones profundas y mordaces, dejarían de tener el altavoz de los escenarios de manera irrevocable. Lady Pavlovsky, subida a un tacón bajo y vestida con falda transparente, americana y tocado, ha decidido jubilarse para siempre. Dice que ya ha trabajado bastante 52 años de su vida …
Me alegro profundamente que pueda no necesite volver a trabajar nunca más (muchos lo quisiéramos). Sé que es egoísta pensar que es completamente injusto que tenga que seguir trabajando, a su edad. Pero cuesta no desearlo. Ahora que es grande, las palabras experimentadas de Pavlovsky llegan como baños de sabiduría. Cada pensamiento que comparte con el público es un momento de magia y una lección de vida con el único objetivo de hacernos vivir una vida más feliz. En Pavlosky, como en Rubianes y todos los grandes artistas con voces singulares, deberían ser inmortales. De alguna manera lo son dentro de nosotros.
Gracias, Ángel. Gracias de todo corazón!