Víctor Conde (La ratonera, Pegados) ha afrontado el reto de adaptar la clásica novela de Agatha Christie, que reúne todos los ingredientes que han cautivado a millones de lectores: un espacio cerrado (crucero), muchos protagonistas y todos sospechosos, asesinatos, un detective más que perspicaz y un final que nunca, nunca esperabas. Además, apuntes sociales y de clase en los ’30 y otros, perennes (diferencias de clase, pasiones, celos, amores no correspondidos, traiciones, el vil metal…).
Se ha intentado modernizar o, al menos, huir de una versión encorsetada y estática con una puesta en escena basada en que todos los personajes estén siempre presentes y moviéndose (mucho) en la cubierta del crucero, lo que por momentos dificulta el seguir quién es quién o a quién le pasa qué. Se han tomado decisiones arriesgadas, como prescindir de Poirot! (enserio?) o reducir los asesinatos y se ha buscado, diría, una propuesta basada más que en el misterio, en la psicología de los glamurosos personajes que, supongo, nos deben cautivar e interesar más que la intriga. Pues no. No ayuda un interminable juego escénico apoyada en las maletas a modo de presentación de cada uno de ellos (1h10’, exactamente) que ni son tan buenos ni malos ni complejos como para despertarnos mucho interés. Y, al menos a mí, ya me importaba poco quién era el asesino, aunque el final, marca de la casa, hace que salgas con buen sabor de boca.
Lo mejor: Otra decisión novedosa y que, ésta sí, funciona perfectamente, que es la introducción de música en directo con Dídac Flores al piano y la voz de Paula Moncada en clásicos de la época. También destaca una buena dicción en general, menos habitual de lo que debería.
En resumen: es difícil llevar a escena a Agatha Christie: si se hace de forma muy literal, el resultado teatral es demasiado estático y de otra época, y, por el contrario, centrar el esfuerzo en modificar la forma, puede llevar a que se pierda el interés por lo importante, el misterio y la intriga.