Empezar escribiendo que tengo ganas de escuchar las canciones de David Bisbal me parece tan indiscreto como auténtico. Probablemente, de una indiscreción y verdad parecidas a las que conducen a una fan declarada incondicional a crear un espectáculo de estas características y nivel indiscutible. Resulta que la fan incondicional confesa, en este caso, es Mariona Castillo en su versión más valiente y sincera. Al decir-lo así, rápido, igual se nos escapa la dimensión del asunto. Estamos hablando de uno de los grandes nombres del teatro musical catalán del momento, una artista que ya empezó a pisar los escenarios cuando era pequeña y que, después de formarse aquí y en el extranjero y de encabezar proyectos más allá de los teatros, llega al Onyric y planta la policromada bandera del amor.
Empezar diciendo que adoras aquello que conforma y rodea a David Bisbal es indiscreto y, en el caso de Mariona, también auténtico. Pero de una autenticidad muy astuta, capaz de conducir la devoción hasta la perspectiva más analítica y categórica. Mariona Castillo, en un acto de sinceridad, con pinzeladas terapéuticas, se coloca entre dos visiones opuestas del amor: la heredada y la venidera. Lo hace con la ayuda de las reflexiones de la escritora e investigadora Brigitte Vasallo, citando su libro Pensamiento monógamo, terror poliamoroso, un contrapeso excelente para el amor romántico que pregonan la mayoría de las letras de Bisbal. En un recorrido sin final que parte de la primera idea del amor, aquél asimilado por defecto, destructivo y apetitoso, Castillo es capaz de diagnosticar con actitud crítica las carencias a través de la música con tal de conducir el concierto y maravillar a la concurrencia con un proselitismo desenfadado y hospitalario del modelo poliamoroso, del querer diferente.
Eso sí, antes que la misma concurrencia quede maravillada con la reflexión colectiva -un proceso que requiere casi todo el tiempo del concierto, muy bien conducido-, el público es deslumbrado por una exquisita ejecución musical e interpretativa que, nada más empezar, coloca el listón de aplausos a una altura que no va a perder en todo el concierto. Castillo, con una presencia y recursos mayúsculos detrás del micrófono, se ha rodeado de los cuatro músicos que mejor encajan en su propuesta, aplicando acertadamente el principio del «menos es más». A la guitarra, el maestro Marc Sambola, con quien la experiéncia de haver trabajado juntos anteriormente se deja notar en el escenario, juntamente con Dídak Fernández al cajón y los coristas Nerea Pozo y Nacho Melús, son capaces de encarar de forma extraordinaria des del tema más flamenco e íntimo del cantante de Almeria al hit más pop de principios de los 2000. La sensación de detalle y precisión, no solamente en la música sino también en una puesta en escena essencial, fabrican la cálida atmósfera que reclama esta propuesta tan delicada, mestiza, para conseguir finalmente que alguien que nunca haya tenido ganas de escuchar la música de Bisbal salga del teatro con ganas -¡ya veremos cuánto duran!- de escucharla y de confesarlo después de forma indiscreta, y que alguien que ama y ha amado de forma auténtica se plantee -esperemos que por mucho más tiempo- como deben de ser nuestras relaciones.