Después del azul

Llibert

Llibert
26/04/2014

He leído en algún lado que Llibert es un texto que marca un antes y un después en la dramaturgia contemporánea catalana, decir una tontería de este tipo no beneficia en nada al propio texto, más bien lo perjudica. La puesta en escena de Llibert tiene cosas que hay que valorar positivamente, entre ellas la escritura que, sin ser extraordinaria, es furiosa y honesta, y que funciona la mar de bien. Aun así, hay algo impúdico y de justificación en el hecho de volcar a escena, y de forma tan directa, un dolor tan personal y privado. Pienso que no conviene acentuar voluntariamente las desgracias de la vida, creando un exceso de lágrimas por gusto o por disgusto de dolorismo. A mi modo de ver, Llibert no trasciende por eso, y se queda en un relato valiente y doloroso del que suponemos es el ámbito de la intimidad más legítima. Tocados puntualmente por este dolor lanzado al, y compartido por, el público, Llibert no cuestiona nada. En realidad no nos acaba interpelando del todo porque acontece una catarsis personal. ¿Qué se puede decir ante la desgracia de un hecho tan trágico?

Algunos hablan de dignidad humana, obviamente, pero el tema de Llibert, si lo he entendido bien, está más relacionado con la libertad, una libertad que se ve obligada a desplegarse en toda su cruda violencia ante una desgracia inconmensurable. Cómo bien sabemos, la ley, que es rígida e idiota, y que nos obliga y gobierna, siempre va por debajo de lo humano, de tal manera que a menudo se ve superada por el sentido común y la libertad, que naturalmente exigen el riesgo de vulnerarla. Llibert expresa un acto de amor que obliga a dejar morir por asfixia el hilo de vida de un ser imposibilitado e incompleto. Este hecho, que es un acto elevado y atroz en si mismo, también es bello y comprensible, porque acontece al fin una acción comprometida con la vida y con su posibilidad de esplendor. ¿Qué se puede decir ante un acto de amor maternal de estas dimensiones? ¿Y que se podría decir de la acción contraria?

Pero si algo hay algo que señalar de Llibert es su magnífica puesta en escena, porque formalmente es admirable, más que el propio fondo. Dotar este texto y vestirlo con una dramaturgia exigua que funcione tiene un mérito enorme. Por ejemplo, es un acierto insertar la música descriptiva en directo como expresión de estados emocionales, especialmente el de la rabia y el dolor. Y también las pequeñas y sencillas imágenes creadas y proyectadas en directo, así como el despliegue de personajes, la dirección y el buen nivel actoral, en particular el que sostiene Gemma Brió. Hay que decir, pero, que hay un humor un poco banal, el trasfondo y la máscara de una crítica política intrascendente para la historia, y un cierto exceso reiterativo. La intensidad bestial agota el público y lo distancia de la posible emoción. Quizás recortaría unos minutos y sacaría puntuales repeticiones. Para mí, Llibert, es una experiencia llena de interés, en aquel sentido teatral más auténtico y fiel, tan a menudo olvidado, que proporciona una incomodidad necesaria y una cierta perturbación.

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