El teatro, como todo en la vida, es un tema de expectativas. Seguramente, para los seguidores más entusiastas de Imanol Arias, Una vida a palos les haya sabido a poco. Los demás sin embargo, pudimos disfrutar de una magnífica actuación del autor en una obra cuya trama se forma a base de constelaciones, de flashes, de recuerdos. De esto es lo que nos vienen a hablar: de los momentos que hacen girar una historia, en este caso la vida misma, hacia un lado u otro. La trama es más bien insipiente, por no decir desgastada: los baches de una vida de un cantautor, los conflictos de un hombre arrastrado por su vocación flamenca, los (mal) hábitos y vicios donde los autodenominados artistas malviven, la eterna disyuntiva entre el amor a la profesión y el descuido a la familia. En definitiva, nada nuevo bajo el sol. Y sin embargo, lo viejo y mugre desplegándose a través de un texto cuidado, fino, casi más recitado que narrado y sin llegar nunca a empaparse de azúcar ni falsa afectación. En algunas escenas, el dramatismo de la historia quedaba olvidado por la hipnotización de la belleza poética; como cuando uno se prenda de una canción cuya letra no comprende y que sin embargo le colma. En otras escenas, en cambio, también existía este efecto hipnótico, pero en un sentido más cercano al de la somnolencia que el de la levitación.
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