La protagonista de esta obra no es ni la Virgen María ni la Madre de Dios, sino tan solo una campesina pobre de Judea, madre de un hijo que con el paso de los años ha ido cogiendo aires de grandeza y que ella ha tenido que ver morir cruelmente. Colm Tóibín dibuja una María completamente terrenal, con sentimientos humanos como el amor, la ira, el deseo y el desprecio. Por encima de todo, es una mujer que ama a su hijo y a su marido, al que considera, naturalmente, padre del muchacho. Es una mujer mundana y práctica que no quiere saber nada de la transcendencia ni del humo que venden los profetas que la rodean, incluido su hijo.
El testamento de María es el retrato naturalista de una madre llena de dolor y de rabia por la muerte de su hijo. No es la Madre de Dios; sólo es una madre a quien han asesinado su hijo. Como personaje, es una heroína trágica que se acerca mucho más a una Antígona que a una Virgen María impasible y pusilánime.
El texto es impresionante y tiene una gran profundidad filosófica. Pero el trabajo de Blanca Portillo, dirigida por Agustí Villaronga, es encomiable. Interpreta a una María muy natural, nada afectada, amanerada o grandilocuente. Es formalmente contenida, pero bajo esta contención se esconde una gran fuerza expresiva e interpretativa que explota al final. Sólo una gran actriz como ella puede hacer un papel tan complejo como este. Al finalizar la obra, la ovación fue unánime, con el público en pie.
El evangelio según Colm Tóibín es el más real de todos, no porque retrate la verdad, que nadie sabe cuál es, sino porque nos muestra a María como una mujer de carne y hueso, con sentimientos, que se niega rotundamente a ser cómplice de una religión incomprensible que le ha arrebatado a su hijo.
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