Siendo sincera, iba al teatro con miedo a salir decepcionada. Lo que había leído sobre esta obra no era muy alentador; pero para una novata en La Zaranda, -era mi primera vez viendo a esta compañía-, la verdad es que salí con ganas de más.
Si bien es verdad que hay que saber que no vas a ver un teatro convencional (creo que ya solo por eso merece la pena), es una pieza de calidad, con mucho trasfondo y que te cuenta una historia muy universal desde un ejemplo conmovedor a la par que triste, con puntos de humor, música y color.
Una serie de personajes totalmente decadentes, están atrapados en un espacio que simula un limbo artístico, entre la vida y la muerte, más muertos que vivos y con días que se repiten una y otra vez; cada vez con más oscuridad y tristeza, recordando tiempos que ya no volverán y esperando que llegue la hora del gran número final. Todos los personajes están muy bien definidos y tienen roles marcados que van equilibrando la sucesión de las acciones; con unas interpretaciones que merecen ser destacadas, un conjunto coral formado por Francisco Sánchez, Gaspar Campuzano, Enrique Bustos, miembros de la compañía, que han incorporado a Gabino Diego, Inma Barrionuevo y la soprano Mª Angeles Pérez-Muñoz (cuyo personaje me gustó especialmente, por sus toques de ironía y mala leche) para esta obra.
Además, la pieza cuenta con una poética escénica muy chula: la escenografía, donde cada pieza tiene mucho carácter y significado, va adquiriendo diferentes funcionalidades a lo largo de la obra, creando composiciones en las que los personajes se incluyen, asemejándose varios inicios de escena a cuadros casi barrocos. También hay que destacar la iluminación, de Peggy Bruzual. Con estos elementos consigues adentrarte y hundirte en ese antro tanto que llegas incluso a sentir los olores de los que los personajes se quejan: huele a alcanfor, a ropa polvorienta, a alcantarilla…
Un cabaret con menos brillo que cualquier otro que hayas visto, pero con mucho más trasfondo.