El budismo y, por ende, la contemplación son grandes amantes del silencio. Aunque el silencio, en términos amplios e integrativos, no puede ser leído como un no-ruido, como un fenómeno que atañe casi en exclusiva, dada la vorágine de nuestros días, a la disciplina de un monasterio o a la naturaleza más aislada. Silencio es la armonía con la que podemos confrontar el más espitoso de los estruendos. Y quien dice estruendo dice bullicio, dice un frenazo, dice el mamporrero de un teclado o la rechinar metálico de un electrodoméstico. De eso nos viene a hablar Blanc Salvatge. Aunque en esta obra, es el cuerpo quien toma la palabra y dice sí. Sí a lo mundano; sí a la cotidianidad. Es Anna Fontanet quien integra, con un movimiento sibilino, serpentino y cuidado, todos aquellos sonidos que acompañan nuestro día a día, pero que a menudo, a fuerza de oír dejamos de escuchar. Pero la bailarina sí los escucha. Y los danza y los incorpora creando una trinidad de cuerpo-sonido-cotidianidad. Sin fisuras ni contradicciones. Moverse de una sola pieza. Moverse en aceptación con la realidad. Y a eso parece invitarnos.
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