La creencia de ser personas únicas en el mundo es el que hace ser especial al ser humano. La identidad se construye en una base simple i sencilla como es que, en principio, no hay nadie igual en el mundo, pero, ¿es verdad?
En esta obra, Bernard en realidad no es Bernard, si no que es una de las copias del auténtico hijo de Salter. O eso parece ser. La relación entre el padre de todos y los hijos, el original y los clonados, es el núcleo de acción de este relato.
El texto de Caryl Churchill habla sobra la propia identidad, la idea de ser único/a y el egocentrismo de dejar alguna cosa, de dejar huella en el mundo. Unas reflexiones que a veces quedan expuestas de una manera muy clara sobre la escena, pero que en otras ocasiones están diluidas en un diálogo filosófico confuso. Es en estos momentos que la espectadora desconecta un poco del relato y no acaba de entregarse al conjunto de la historia.
Con una puesta en escena muy visual y cercana, Raimon Molins (Bernards) y Lluís Marco (Salter) mantienen la tensión delante del público aguantando cada embate dialéctico del otro. Destaca especialmente Molins con un cambio de registro profundo y auténtico en cada salto a la copia deseada.
Interesante premisa que no acaba de exprimir su potencial, con un marco audiovisual trabajado al detalle que permite viajar de verdad al escenario ideal para las conversaciones difíciles e incómodas entre padre e hijos.