La sombra de Escape Room, y también su gran éxito comercial, es alargada y realmente influyente. Mucho ha tardado en salirle una prima hermana, y justamente ha venido de la mano de uno de los autores más exitosos de nuestro teatro. Después de FitzRoy, Jordi Galceran ha probado suerte con una casa rural, una noche misteriosa, unos hostaleros muy intrigantes y algunas situaciones que mezclan terror y humor. La originalidad, paradójicamente, quizás viene de cierto costumbrismo, de tres o cuatro tópicos y de la divertida pareja que forman Lluis Villanueva y Anna Güell, que tanto hablan en verso como invocan a todos los santos en una larga y divertidísima escena.
En este tipo de obras el envoltorio juega un papel decisivo. La casa no es excesivamente lúgubre –tiene que pasar por una casa cómoda y agradable que satisfaga a los camacos de Barcelona- pero Max Glaenzel utiliza unos cuántos trucos para que sorprendan y cumplan su aterradora misión cuando haga falta. El espacio sonoro, la iluminación y la caracterización de los personajes también juegan a favor de una obra que tiene que convencer tanto por el texto como por su estética.
Y hablando del texto, da la sensación que Galceran ha ido un poco sobre seguro. Es de agradecer su composición del matrimonio rural, con un lenguaje pensado y preciso, pero creo que la presentación se alarga en exceso y cuando se llega al final el público ya está un poco cansado. Tampoco hay una trama excesivamente compleja o sorprendente –viniendo del autor de Paraules encadenades y El mètode Gronholm– pero cumple su misión y seguro que atraerá un público numeroso durante mucho tiempo. Las interpretaciones de Villanueva y Güell, bien secundados por Ivan Labanda y Mireia Portas, así lo avalan.