No es ningún secreto que el teatro belga juega actualmente un papel muy importante en Europa en cuanto al teatro de vanguardia. Y tampoco tenemos que esconder que muchos artistas catalanes se reflejan desde hace años en muchas de sus propuestas. Nombres como Jan Fabre, Fabrice Murgia o la compañía Peeping Tom ya no nos son desconocidos, e incluso tampoco es extraño ver directores de aquí dirigiendo en Bélgica (el ejemplo más reciente, el de Carme Portaceli en el Teatro KVS de Bruselas). Esta temporada el Lliure nos aporta dos artistas más a tener en cuenta: Anne-Cécile Vardalem y Miet Warlop, ambas convertidas en estrellas emergentes en el último Festival de Avignon.
Vardalem cierra su trilogía sobre la imposibilidad de construir un futuro viable, y lo hace con una pieza que desmonta el sueño de Rousseau y pose en entredicho el equilibrio entre el hombre y la naturaleza. De hecho, a momentos parece como si nos quisiera poner ante los ojos el germen de la violencia y de los conflictos, un poco al estilo de La cinta blanca, de Michael Haneke. No es extraña tampoco la comparación con una película, puesto que el montaje juega todo el rato con el teatro filmado –en directo, eso sí- para mostrar todo aquello que queda oculto a ojos del espectador. Hemos visto la misma fórmula en otras ocasiones, pero aquí toma más sentido por el hecho de estar hablando de dos mundos que conviven pero que a veces se ocultan o se dan la espalda.
El efecto visual de las grabaciones, así como el bosque que sirve de escenografía, dan imágenes de una gran belleza. Ver un primer plano de los actores dentro de la casa y ver lo que hacen otros afuera a escondidas nos hace ser partícipes, cómplices y testigos de primera mano. También tiene mucho que ver la excelencia de todo el reparto, así como un texto que deja sentencias contundentes y que concluye con un monólogo sobrecogedor, casi primo hermano de algunos que escuchábamos en la reciente Animal negre tristesa.