La última versión libre del clásico Hamlet de Jessica Walker, directora de la Compañía Laboratorio, es ─en palabras de su creadora─ la última incursión de su grupo en el archiconocido texto de Shakespeare, al que lleva más de 15 años entregada, con una docena larga de trabajos por los que han pasado los actores de su propia Escuela Laboratorio, amada y temida por igual en el homogéneo y árido horizonte teatral barcelonés. Se agradece su aportación a la escena entre tanto bluf intelectual y corporativo: se agradece el riesgo y la honestidad escénicas.
La dramaturgia de Jessica Walker y su mística particular, entre cielo e infierno, entre nirvana y samsara, entre teatro y mundo, toda su trayectoria artística y su visión espiritual (y creativa, ambas sinónimas) se funden en este museo arquetípico del clásico. Hamletología condensa su arte y lo catapulta a la escena dramática al mismo nivel al que Stanislaw Wyspianski lo hiciera en un plano teórico con su Estudio sobre Hamlet. Queda claro, pues, que Jessica Walker no juega a tunear clásicos, como se observa tristemente en la escena catalana, a pesar del regocijo de algunos. Walker insiste en su ascendencia creativa. La chilena es una artista con voz propia. Un artista así puede y debe crear algo nuevo a partir del legado precedente, renovando el discurso hasta incidir y penetrar en la adormilada conciencia del público que transita los teatros.
Teatro no burgués, por cierto. Teatro con entrañas. Con valor. Con riesgo. Con vida. Con muerte. Tragedia. Tragedia. Algo insólito. Algo arrebatadoramente vivo. Profundo. Aquí vuelve Walker y su mundo, deudor del testamento de Artaud y de la incidencia social del Teatro del Silencio en sus orígenes. Aquí está su teatro como vínculo entre lo sagrado y lo sacrílego, ambos de la mano, como principios de la naciente tragedia griega que algún sabio condenara, por exceso de irracionalidad.
No hay trampa, no hay cartón. No juega a lo políticamente correcto. Walker escapa a esta gran trampa y a su gemela, la provación gratuita. Los actores son sus instrumentos religiosos y artísticos: son sus sacerdotes y lugartenientes. La guerra que todos vemos a fuera, con miles de muertos y refugiados para vergüenza de Europa y su exceso de racionalidad, la guerra que esquivamos en nuestra vida, la guerra a la que cooperamos como cómplices, negando la evidencia del conflicto en nuestras vidas, siendo víctimas o verdugos o girando la cabeza como lo hiciera tiempo atrás el pueblo alemán, el español o el chileno, esa guerra ─esa guerra “eterna” y primitiva─ salta a la escena. Y salta desde el horror y la belleza más exquisitas; para nuestro asombro, el arte une diabólicamente belleza y horror, como Nietzsche ya sentenciara en los principios de su pensamiento. Lo apolíneo y lo dionisíaco van de la mano en la tragedia, y Jessica Walker siente este latido último y primero de nuestra raíz teatral. Teatro pobre y duro, insólitamente bello y corrosivo. Teatro como manifiesto: Hamletología, un estudio actoral, dramático y artístico, y un legado espiritual al teatro pobre y al oficio sobrenatural del actor. Una mueca incomprensible a esta época tecnológica, tan rica e inteligente, tan sofisticada y apolínea, y, sin embargo, tan pobre de espíritu. Tan vacía. Tan cobarde. Tan segura.
Brindemos por nuestra seguridad y por el precio que pagamos, como buenos Claudios: el poder no duda en ensuciarse las manos. Somos peces pequeños o gordos. No hay salida aparente. O matas o mueres a manos del prójimo. El miedo, el poder, la corrupción. ¿Los vemos? ¿Los ves en tu propia vida? Y si los vieras, como hace ese antihéroe de Hamlet, ¿qué salida existe? ¿Hay salida a esta cruz, a este implacable proceso vital de tener que decidir, sin derogar en otros tu asquerosa inocencia?
¡Pobre animal postmoderno que juegas a perderte en perspectivas sin decidirte a nada! Sólo te quedará tu elección y la honestidad de tu alma y tu latido. Pobre animal de pensamiento rumiante, la vida se escurrirá entre tus manos. Este largo caminar de rata que deambula entre montañas de aurora boreal, este camino bello y duro de espada, éste es tu camino.
Desde el dilema del ser o no ser, hasta la elección del suicidio de Ofelia, la vida es conflicto. La guerra inherente a nuestra condición humana y a la del héroe trágico: la elección. Decidir. Sea lo que decidas, decide. Al final todo será silencio; sólo quedará el peso de la conciencia individual. De los actos; de tus puños. No de tus dudas, sino de los actos que hayan surgido de ellas. No te laves las manos, pues, como un Poncio Pilatos del siglo XXI. Vive, porque al final morirás como todos, y da a tus actos la grandeza de la eternidad.
El agua. Los pies. Los apóstoles. La música. La voz. Hay escenas de Hamletología que recrean imágenes propias del mito cristiano, el arquetipo del Cristo, o el Salvador, con una delicadeza de liturgia íntima de confesionario. Estamos ante el héroe trágico que muere para restablecer el orden en la Humanidad. Un ser sacrificado por otra mano. Hamlet, Fortimbrás, Laertes… son tan sólo peones de otro plan. Los hijos van a la guerra para purgar los excesos de los padres, del poder: de la ley consanguínea. ¿Restablecerán el orden o abusarán del poder que conquisten como hicieran sus padres? ¿Y tú? ¿Qué harías tú?
Todas las guerras tienen algo de santo, o por lo menos han de revestirse de ese halo. No hemos cambiado tanto, la verdad. Hamletología es un retrato de nuestro tiempo: de la guerra invisible, informativa, económica. El suelo de la escena es un mar de periodicos arrugados: noticias que nos bombardean continuamente. Un mar de noticias de guerras, de muertes, de crisis. La guerra nos llega en forma de diarios y crónicas: a todas horas, hasta volvernos insensibles. Las modas, el entretenimiento y la imagen en las redes, todo ese bombardeo nos modela hasta convertirnos en seres vanidosos y egoístas: en niños que nada saben de la vida, pero no dudan en imponer sus deseos como los personajes de la tragedia danesa.
Seres que quieren que los amen y son incapaces de amar: más aún, incapaces de darse cuenta que no aman. Seres dormidos que aspiran a estar en paz mientras el mundo se rompe a pedazos. Se diría que los actores de Hamletología, vestidos de gala y mochila, son reporteros o paparazzis a la búsqueda de noticias con las que inundar nuestra conciencia y lograr el éxito mediático. La guerra está lejos. Y el bombardeo informativo no es en absoluto agresivo: tan acostumbrados estamos a la bofetada, que ni la sentimos. Y ese es el truco. Que no la sintamos, y que la deseemos como cómplices, para seguir desconectados de la realidad, siempre amenazante.
Inocente o culpable. No queda otra; esta idea recorre las escenas y nuestra conciencia, a pesar de todos los trucos de magia. Uno a uno, todos los personajes pasan por una suerte de confesionario, un micro abierto por el que podría seguir pasando todo el público: una liturgia íntima acompañada de piano y de la voz cristalina de Carola Zafarana. Una escena soberbia que rompe la historia y nos traslada al teatro dentro del teatro. Un momento culminante en Hamletología que suaviza el clima de guerra inminente. Uno a uno, cada personaje se desnuda de sus arneses. Cada actor se expone a la mirada del público, como un juez, como una suerte de audiencia de programa televisivo, para decir su verdad: su guerra. Su conflicto, su esperanza. Todos los actores hasta llegar a la propia directora, que rompe la cuarta pared y se adentra en la escena como un demiurgo sagrado, exponiendo una verdad espiritual olvidada por el hombre postmoderno.
Quizá sea cierto que los creadores no sean de este mundo. Quizá sea cierto que sean de otros mundos: mucho más reales al que nos circunda; quizá por eso nos devuelvan siempre la imagen de nuestro tiempo a través de un espejo deformado donde poder vernos de verdad. Un espejo escénico que refleja, como ya sabía Shakespeare, la crónica exacta y precisa de nuestro mundo. Una imagen que está más allá de los telediarios y el bombardeo de imágenes. Una crónica capaz de romper nuestras defensas. Un canto y un rezo para encontrar la paz. La paz merecida después de tanta guerra santa adentro y afuera.
Largo es el camino y bella y dura la vieja tragedia clásica, estimados cómicos. Gracias por recordárnoslo una vez más.