A juzgar por el carcajíometro de los espectadores, Ben-Hur puede certificar la veracidad de su descripción en cartelera: una comedia divertida y gamberra. Lo de destornillante, personalmente, habría que ponerlo en entredicho. Una comedía con la misión, cual enfant terrible, de la irreverencia por la irrevencia, de derrocar la intocabilidad del mito de Ben-Hur, de empujar del podium los referentes colectivos de la gran pantalla. Para librar tan digno combate, no han escatimado recursos: tecnología punta y vestuario de época. Entre sus filas figuran actores de aplomo dispuestos a librar las más épicas batallas. Abriendóse paso en la cruzada, ¡hasta han llegado a reclutar miembros del público!. Y por último y más importante, cuentan con el arsenal ideológico más avanzado y jamás visto en revolución -notése aquí la ironia-: feminismo, homosexualidad y sorna religiosa. Y salen victoriosos del ruedo, sí; aplausos, risas y entretenimiento son muestras de sus trofeos bélicos. Pero la verdadera guerra, la finura humorística a conquistar, la antepenúltima tuerca de inteligencia, el auténtico mito a batir sigue bien vivito y coleando: Monty Phyton.
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