Ya hace unos cuántos años que Àlex Rigola se dedica a desnudar algunos clásicos y dejarlos prácticamente en el esqueleto, con aquello que aguanta la estructura y da sentido a todo. Son versiones sin vestuario, ni escenografía, ni nada que las contextualice. Se basan en el texto, en la palabra, y a la vez los actores –en un juego metateatral bastante interesante- juegan a hacer de narradores y de personajes a partes iguales. Empezó la experiencia con Ivanov, siguió con Vania (escenas de la vida) y acabó la trilogía chejoviana con La gavina. Ahora repite el ejercicio con una obra de Ibsen e incluso copia la fórmula del cubo de madera que ya se vio a Vania. Un espacio reducido, un número limitado de espectadores y una proximidad total con los actores, que se limitan a un pequeñísimo escenario.
Creo que este tipo de experiencias funcionan muy bien la primera vez que las ves, porque muchos de sus recursos descolocan al espectador. Cuando ya las has visto varias veces pierden el efecto sorpresa, a pesar de que todavía cumplen el objetivo de meternos dentro de los textos. Con Hedda Gabler se ha hecho una adaptación realmente reducida, en la que incluso se ha escatimado el disparo final. Y es que a aquí la protagonista parece más deprimida que presionada por el entorno, o por las circunstancias que la rodean. La refinada y compleja maldad que aparecen en el original aquí quedan diluidas, y el retrato psicológico de la protagonista no acaba de eclosionar como haría falta. Estamos ante uno de los personajes más complejos de la literatura dramática universal, y aunque Nausicaa Bonnín hace un gran esfuerzo para intentar comprenderla y asimilarla, el texto y el contexto que han quedado no la ayudan del todo… El resto del reparto, de un alto nivel y de una gran exigencia, sufre del mismo mal. Y es que a veces la síntesis ayuda, pero en otras ocasiones resta elementos igual de importantes.