L’origen del món es considerada la obra maestra de Lucia Calamaro, una de las voces más interesantes de la dramaturgia contemporánea en Italia. Ahora llega a nuestra cartelera bajo la dirección de Guido Torlonia y con Alicia González Laá, Queralt Casasayas y Annabel Totusaus interpretando esta “comedia” familiar.
Sinopsis
Un espectáculo revelador que capta y conduce a un mundo de elucubraciones y cotidianidad: una familia de tres mujeres (madre, abuela e hija) que tiene la costumbre de desentrañar la realidad mientras come, charla o se viste. Una familiaridad filosófica que choca contra su propia comedia gracias a un lenguaje teatral y envolvente.
El interior retratado es la casa, donde viven madre e hija, donde llegan otros personajes de la constelación familiar, donde interviene sistemáticamente la figura de una psicoanalista, donde los electrodomésticos se asemejan a engorrosas y monumentales deidades.
Dividida en tres actos (Mujer melancólica en la nevera, Algunos domingos en pijama y El silencio del analista), la obra ofrece una profunda reflexión sobre el malestar de vivir, arraigado en los mecanismos que regulan las relaciones familiares, con fragilidades amplificadas a la enésima potencia dentro de los muros domésticos.
Gestos rituales y discursos intermitentes, a veces hilarantes, abren indicios de locura ordinaria. Día y noche, madre e hija tejen la tela de araña de un vínculo mórbido y claustrofóbico que domina sus existencias. Lo que tendría que ser amor se convierte en monstruosidad. En definitiva, una “comedia” familiar.
La obra en palabras del director
El origen del mundo es considerada la obra maestra de Lucia Calamaro, una de las voces más interesantes de la dramaturgia contemporánea en Italia. Ganadora de tres Premios Ubu, publicada en Italia por Enaudi y en Francia por Actas lleva Sur.
La obra es un canto nocturno, donde los personajes se pierden en el laberinto de su existencia y buscan la maraña (el hilo de Ariadna) que los permita salir.
Los temas de Lucia Calamaro son más bien “capitales”: la muerte, la maternidad, la depresión, nuestro ser en el mundo. Las preguntas que se plantean sus personajes parten a menudo de un revoltijo de conceptos y frases, una búsqueda aparentemente confusa que solo después se disuelve en una serie de puntos de vista deslumbrantes y visiones brillantes. Es un proceso muy teatral, combinado con una capacidad para tocar temas difíciles y despiadados, pero siempre con una ligera ironía.
Sus personajes se agitan en un continuo cuestionamiento del sentido en torno a sus propias angustias o de aspectos de la existencia como la muerte, que el ser humano pocas veces consigue situar. Una especie de investigación incesante que, a menudo, acaba por volverse hacia las palabras mismas, aunque sea simplemente para desviarse hacia otra cosa y perderse.
Un poco como el personaje de Daria, la madre (la protagonista) que empieza preguntándose por su lugar en el mundo y acaba preguntándose qué comer. Busca a “alguien” y no “algo” en el microcosmo de su psique-nevera, se busca a ella misma, pero incluso aquí necesita a los otros. Alguien a quien le guste escucharla atenta y detenidamente, en caso contrario corre el riesgo de enfermar por no escuchar, por no prestar atención.
La misma impronta pero con reacciones diferentes para las otras dos protagonistas: la abuela, que opta por eliminar sus necesidades más vitales mientras consigue sobrevivir en el mar de aburrimiento que le sobreviene, sin ahogarse en ella. Federica, la hija, a caballo entre la simbiosis con su madre y el intento de conseguir comunicarse con ella descifrando su lenguaje corporal.
Calamaro siempre consigue encontrar las palabras coherentes para describir lo que todos sentimos pero no podemos pronunciar. Es sorprendente hasta qué punto uno es capaz de encontrar parte de sí mismo en los personajes que habitan sus obras.
Como espectador, siempre pienso “parece que me ha leído los pensamientos”.