No soy negro. Ni tengo rasgos orientales ni árabes. Bien, un poco norsaharianos, quizás sí. Tampoco he vivido en zonas marginales donde el racismo, la xenofobia o, simplemente, la violencia se respire en la calle. Es por eso que, hasta hoy, no conocía qué se siente cuando te encuentras rodeado por tres chicos asustados, desorientados y perdidos, y tú eres la víctima de su ignorancia. Tres chicos que han mamado violencia y ahora sudan odio.
Un personaje muere en escena. Nunca sabremos las razones. Nunca sabremos cuál es la semilla que llega a impulsar a estos tres jóvenes estúpidos a cruzar el umbral de la humanidad para convertirse en asesinos.
A pesar de que los actores acusan cierta falta de experiencia, con una articulación irregular y una emoción que en muchas ocasiones está por encima del control escénico, todos ellos se van cargando magníficamente de intensidad a lo largo de la hora y media que dura la obra para acabar formando parte de un dispositivo terriblemente potente que consigue absorber la atención del espectador de tal manera que, cuando los actores salen a saludar, sorprende que los asesinos abracen la víctima.
Si es así, es que hemos picado el anzuelo y nos lo hemos creído. Y hemos sufrido la historia. El trabajo es, entonces, un muy buen trabajo.
Una obra recomendada para espectadores que quieran vivir emociones fuertes y disfrutar de un texto moderno y directo que recrea una realidad dura y real que hay que conocer, tanto si nos toca de cerca cómo, más todavía, si sólo la conocemos a través de los medios. No recomendada para personas con un alto grado de sensibilidad ante situaciones de violencia.