Habla el ilustre José Luis Gómez de la importancia de los silencios en la obra para dar tiempo al espectador “a pensar”. También habla de la importancia del teatro a la hora de insuflar el espectador con algo que, una vez bajado el telón, perdure, deje un poso, algo que lo modifique y le proporcione placer, en alguna de sus tesituras.
Da gusto oírlo hablar y comparto su pasión en cuanto a la teoría. Desgraciadamente, no estoy de acuerdo en que la obra que él protagoniza sea contenedor de este paradigma.
Más allá de esto, me pregunto por qué su Principito bebe, se enfada como lo hace o se ríe, en algún momento, de su compañero de escenario. No es el núcleo de este personaje la representación de los sentimientos humanos puros, la visión lúcida -la de un niño- de la esencia humana? No es este personaje una idealización del hombre, sin la mezcla de emociones y contradicciones inevitables que tantas veces nos hace equivocar y herir y herirnos los unos a los otros?
Un trabajo que deja el espectador, además de aburrido, un poco descolocado, viniendo de donde viene, teniendo sobre la mesa algunos de los ingredientes más selectos del teatro español.